Imperio

Imperio romano, año 301 d.c. La abundante acuñación de nuevas monedas, los gastos militares y otros problemas internos como la peste, produjeron una inflación imparable que llevó al emperador Diocleciano a tomar una de las medidas más extremas e ineficientes que se han tomado para frenar la subida de precios: se marcó un precio máximo en miles de productos y salarios y los que incumplieran dicha norma serían condenados a la muerte.

El edicto de precios máximos (Edictum de maximis pretiis rerum venalium) limitó el precio de más de 1.300 productos y salarios, de modo que los comerciantes se veían obligados a poner precios por debajo del coste. En ciertas partes del imperio, ante el miedo a la muerte y debido la imposibilidad de bajar los precios de forma tan notable, los comerciantes directamente anularon sus actividades, produciendo graves problemas de abastecimiento.

Y se acabó… con el comercio

El emperador, autoproclamado «padre del género humano», observó el aumento de la economía sumergida y la falta de productos en los mercados. Para luchar contra este caos reafirmó su estrategia comunicando que todos aquellos que operaran en el mercado negro serían ejecutados en el acto.

Aún así, nadie estaba dispuesto a vender perdiendo dinero, por lo que los problemas no hicieron más que aumentar.

Una de las causas de la inflación fue la imposición de una nueva moneda de mayor valor a la que ya existía en el imperio romano ( se vivió algo similar a la entrada del euro, salvando las evidentes diferencias), además de las políticas de «pan y circo», la lucha contra la peste y el importantísimo gasto militar que se arrastraba desde hacía décadas.

Aún así, el emperador señaló con el dedo a los mercaderes, a los que tachó de usureros. La presión sobre el comercio lo contrajo y los ciudadanos de a pie fueron los más afectados.

El edicto se talló en los marcos de las puertas de muchas iglesias y se plasmó en monumentos de piedra por todo el imperio. Se pretendía una implantación firme en todo el territorio y se comunicó en latín y griego.

Mientras, continuó la producción masiva de las nuevas monedas, por lo que se siguió devaluando y alimentando la inflación. A cada día que pasaba, los precios del edicto eran cada vez más irreales e imposibles de mantener.

Obligados a ignorar la ley

Los comerciantes no solo temían perder dinero con el comercio, sino que les aterraban las posibles acusaciones falsas por parte de la competencia, de modo que el comercio legal se anuló por completo en ciertas zonas del imperio, empeorando los efectos de la crisis.

Como también se limitaban muchos salarios, como el de los militares, los trabajadores afectados comprobaron que cada vez tenían menos poder adquisitivo debido a la imparable inflación, además de que en muchas zonas les resultaba muy complicado acceder al comercio.

Pese a los esfuerzos del emperador, la norma perdió fuerza hasta ser simplemente ignorada. La economía real no podía sobrevivir con una norma tan intervencionista, que impedía cubrir los costes básicos, por lo que poco a poco todos hicieron la vista gorda.

Pocos años después, en el 305, un enfermo emperador Diocleciano se convirtió en el primer emperador romano en dejar voluntariamente su cargo. Sus polémicas reformas fueron más allá de este edicto, pues hizo que el imperio fuera gobernado por dos augustos con iguales poderes, produciendo una bicefalia que no pudo ser sostenida tras su marcha y que culminó en una guerra civil un año después.

Algunos sitúan el corto mandato de Diocleciano como una contribución notable al comienzo de la degradación del imperio romano, que culminó con la caída de Roma un siglo después, en el año 410.

En definitiva, su legado consistió en una crisis económica y social más acentuada, un gran problema de confianza pública y un reguero de sangre que no logró frenar los problemas del imperio. Pese a ello, siglos después se repitieron fórmulas similares, como durante la revolución francesa o mediante la tasa del grano de España en 1.765, todas fracasadas y notablemente impopulares.

Como lección podemos destacar la importancia de la regulación natural de los mercados y los efectos nocivos que históricamente ha demostrado el excesivo intervencionismo. La políticas económicas deben ir de la mano de la economía real, entendiéndose de forma integral y preocupándose por los problemas de los ciudadanos, o no tardarán en fracasar.

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Imagen | Hans s

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